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Profesores, maestros, enfermeras y médicos de la Comunidad de Madrid hemos recibido el nombramiento de AGENTES DE LA AUTORIDAD PÚBLICA por parte de nuestra presidenta. Tal medida ha sido suplicada y aplaudida por el ala de extrema derecha del sindicalismo amarillo. Y hay que reconocerles, por una vez, cierta habilidad en la jugada. Maestros y profesores sienten una creciente necesidad de liberarse, aunque sólo fuera ilusoriamente, de la tensión de unas aulas atestadas de los hijos agobiados y agobiantes de una clase trabajadora abrumada y duramente castigada (y también de los de una pequeña burguesía cargada por la fatal frustración de verse rápidamente proletarizada por la crisis de sobreproducción relativa: adiós ilusiones, adiós). Esta tensión ha sido hábilmente aprovechada para vender como una necesidad de los trabajadores de la educación (y también de la sanidad) lo que no es más que una necesidad del mismo sistema capitalista que nos ha llevado a esta situación caótica y angustiosa. Convertir a maestros y profesores en agentes del orden y la autoridad no es, por ello, un simple gesto cosmético con que maquillar el endurecimiento presente y futuro de nuestras condiciones laborales y vitales. También sirve para hacer creer a muchos padres y compañeros profesores el cuento de la lechera: que dotar a profesores y maestros de autoridad pública con presunción de verdad (¡una auténtica autoridad policial!) es una medida positiva, pues ayudará en la tarea educativa. Es decir, así tendremos mucho más fácil convertir a los niños en hombres y mujeres de “provecho”, disciplinados y obedientes. Exactamente lo mismo que se decía cuando mandaban a los jóvenes trabajadores a servir como reclutas-soldados en los cuarteles del ejército bajo la férrea disciplina de cabos y sargentos. Todos los fascistones travestidos en liberales o profes que gritan “¡orden, orden, disciplina, disciplina!” (desde Sarkozy a Gabilondo, hasta Lucía Figar, pasando por sindicaleros de toda laya, unidos en la sagrada cruzada de salvar al capitalismo) nos quieren hacer olvidar que el estudio, la adquisición de la ciencia y su aplicación a la vida cotidiana, precisa de una relajación económica y social que el propio orden capitalista se encarga de aniquilar para los trabajadores. El ambiente social propicio para el estudio es siempre difícilmente alcanzable para la clase trabajadora, pero es materialmente imposible si el puesto de trabajo pende de un hilo, si la congelación o reducción salarial no está asegurada. La única respuesta posible del orden burgués al caos por él mismo promovido es el palo, convertir a los educadores en cabos y sargentos ilustrados, dotados, además, de presunción de veracidad en toda controversia o choque de opiniones y pensamiento social o político.

El profesor y el maestro, como autoridades públicas del orden capitalista, deben asumir como propias las necesidades del sistema del que son representantes y aceptar la reducción del coste global de la enseñanza para los hijos de los obreros y la pequeña burguesía: (1) el aumento de la carga laboral al no suplir a los compañeros enfermo; (2) la renuncia voluntaria a derechos de todo tipo -licencias de matrimonio, reducciones horarias por edad, etc.- y la mansa aceptación de la congelación y reducción salarial por el bien del sistema capitalista del que se es agente de la autoridad; (3) el aumento de la ratio -nuestros auténticos “ritmos de producción”- y la consecuente acumulación de niños en el aula junto con el despido de interinos -por el sencillo trámite de “no haber puestos para ellos”- y (3) la aprobación feliz y voluntaria de no ser ya vehículos de la ciencia sino autoridades con plenos poderes para el adoctrinamiento de estudiantes, convertidos en simples feligreses sin capacidad de análisis crítico ni de protesta. Los profesores y maestros quedamos así reducidos a simples mercenarios del orden capitalista, del mismo modo que los médicos y enfermeras, a los que también se les obliga a asumir como tarea propia de su profesión la reducción de los costes laborales. ¿De qué modo contribuyen los trabajadores sanitarios a ello? (1) No dando bajas por enfermedad o accidente a los trabajadores, o darles el alta rápidamente sin considerar su estado de salud. Mandar a los trabajadores hospitalizados enseguida a casa. Los médicos reciben ya dos sobresueldos -de los gobiernos estatal y de la comunidad autónoma- para que no den bajas a los trabajadores enfermos. (2) Procurar no enviar a los trabajadores a los especialistas necesarios y evitar las necesarias pero costosas pruebas clínicas (radiografías, análisis y pruebas de todo tipo). (3) Recetar genéricos en lugar de medicinas.

La burguesía aumenta con esta medida el número de los efectivos de sus fuerzas de seguridad y orden... ¡sin aumentar el presupuesto! Desde este momento, los 674.425 profesores y maestros, más los 185.170 médicos, más los 240.000 enfermeros (1.099.595 individuos en total), refuerzan a policías locales, nacionales y autonómicas, guardias civiles y seguridad privada (unos 450.000); ya que el nombramiento de autoridad pública les permitirá actuar dentro y fuera de las aulas, dentro y fuera de los recintos sanitarios. Esto supone otro gran salto hacía la verdadera militarización y fascistización de la sociedad capitalista, obligando a defenderla a todos y cada uno de sus 1.542.700 agentes directos. Convertidos en agentes de la autoridad y el orden burgués, los trabajadores de la enseñanza y la sanidad nos veremos obligados a sentirnos identificados con el sistema capitalista, matando la brasa del instinto de clase que todavía nos puede animar. No seremos ya trabajadores, sino policías del pensamiento y de la salud, meros mercenarios de los empresarios, puros y duros comisarios políticos y matasanos. ¡Poner en práctica estas y otras medidas antiobreras es lo que persigue el Estado burgués y patronal, es lo que esperan del nombramiento del 1.100.000 nuevas autoridades públicas! ¡Para eso nos dan los sables y los instrumentos de tortura a los sectores de la enseñanza y la sanidad!

El pago por traicionar los intereses de la clase trabajadora y, por tanto, nuestros propios intereses, el pago por echarnos nosotros mismos la soga al cuello, es única y exclusivamente la ilusión reaccionaria de participar en la conservación del orden y la ideología patronal burgueses. El único orden posible, dicen ellos, pues la burguesía, como toda otra clase dominante del pasado, se ve en la obligación de afirmar que su orden social y su ideología no son productos de la historia material, sino la forma más acabada del espíritu humano, del orden natural de cosas. Pero la ideología dominante de una época es “sólo” la ideología de la clase dominante. Y tan pronto como el desarrollo de las fuerzas productivas y la lucha de clases fraguan nuevas relaciones de producción, entonces desaparece también la ideología y el orden social que en ellas se sustentaban. Las ideas más cotidianas, los conocimientos más incuestionables, el derecho, las formas y modelos artísticos, la moral y hasta los dioses han sido barridos unos tras otros a lo largo de la historia junto con los modos de producción que los animaban. A su propia e inevitable caducidad histórica, la burguesía opone una agonizante fantasía de orden: “la democracia burguesa -nos dicen, no dejan de decirnos- con ser perfectible, es el más perfecto y equilibrado de los sistemas políticos; el estado democrático burgués ampara a todos y cada uno, pues su derecho garantiza e iguala todas las libertades (por ejemplo, la de explotar al prójimo y la de no ser explotado por el prójimo); el mercado se regula y equilibra por sí mismo (y si no, el Estado, que a todos ampara, también está dispuesto a echar una mano); y por si todo lo anterior falla o alguien se desmanda, estamos dotados de unas fuerzas de seguridad, policías y ejércitos, capaces de restablecer el orden”. La realidad, sin embargo, contrasta dramáticamente con este maravilloso idilio de la burguesía consigo misma: explotación, completo desamparo de unos y enormes beneficios de otros; precariedad, angustia y agobio; inevitables crisis de sobreproducción relativa, despidos masivos y más explotación, más precariedad y agobio; cantos e himnos patrióticos y destrucción masiva de medios de producción y trabajadores a través de la guerra... y vuelta a empezar. Tal es el orden burgués que defienden sus agentes de la autoridad. Y cuanto más caos provoca tal orden, mayor es la necesidad de la militarización y fascistización de toda la sociedad.

Aceptar que la educación no es un trabajo asalariado como cualquier otro sino una vocación nos dificulta ya solidarizarnos con otros trabajadores e incluso unirnos en torno a reivindicaciones referentes a nuestras propias condiciones laborales. La vocación docente (y el sagrado deber ejemplarizante que ella conlleva) nos permite, todo lo más, sumarnos al coro de plañideras pacíficas del sindicalismo subvencionado que suplica lastimosamente por la dignidad en la enseñanza. Convertidos en agente del orden y la autoridad burgueses hemos de olvidar nuestro instinto de clase. Simplemente: no se puede ser antidisturbios y manifestante a la vez.

Ese orden y autoridad burgueses de que nos han hecho autoridad ya nos preparan, en cuanto trabajadores que somos, malos tiempos. El monstruo capitalista, para ponerse a salvo, reclama que su crisis de sobreproducción relativa la paguemos los trabajadores, todos los trabajadores, también los asalariados de SU Estado. Sólo con conciencia de serlo podemos, pues, comprender esta situación y encontrar en la lucha solidaria una salida a la misma. Sólo como trabajadores podemos dar y recibir esa solidaridad de otros trabajadores. Sólo como trabajadores podremos entender que los problemas que se manifiestan en las aulas no son sino síntomas de la profunda enfermedad social que es el capitalismo. Desde la idealizada, neutral y paralizante posición del “profesor vocacional” ya no podemos ver más allá del problema individual de tal o cual aula, niño o centro escolar y estamos abocados a esa pasividad colectiva y a esa desesperación individual que impregna ya cada uno de los centros escolares. Como “profesores vocacionales” sólo podemos recorrer el camino que va de la buena voluntad al escepticismo, y de éste a la desesperación; y desde esa angustia en que viven instalados muchos compañeros sólo queda confiar en que el mismo sistema que nos ha machacado nos ofrezca la posibilidad de una vergonzante salida individual a cambio de nuestra más absoluta y ciega lealtad (tal solución individual nunca llega: es un trampantojo, una puerta pintada en una pared que ninguna cabeza solitaria jamás podrá abrir a cabezazos). Desde la estupidísima cultura del esfuerzo, el orden y la disciplina, sólo podemos responder esforzándonos en ser buenos trabajadores que respeten disciplinadamente el orden capitalista, pues no podemos dejar de exigirnos a nosotros mismos lo que reclamamos denodadamente a los padres trabajadores y a sus hijos. Por ello, los profesores y maestros convertidos en autoridad autodisciplinada y disciplinante debemos aceptar como propias las necesidades del orden que representamos. Pero como los tiempos se oscurecen y la burguesía está preparando graves medidas contra todos los trabajadores, la autoridad capitalista ya sabe de sobra que no nos ha de quedar más remedio que romper con tan pacíficas ilusiones para tomar partido con y entre el resto de trabajadores. La autoridad burguesa sabe que la realidad ha de despertarnos de nuestro particular sueño de los justos. Por ello, nos ofrece con desesperada y cínica sonrisa la mano: sé agente de mi autoridad y sigue durmiendo.

Pero el regalo está manifiestamente envenenado. Aceptarlo no es sólo una traición a la propia clase, sino también un claro suicidio, pues ¿qué tipo de estúpido cree poder salir con vida del incendio, del terremoto o de la demolición cerrando los ojos y quedándose dormido? Aceptar ser agente de la autoridad significa todo esto y también pasar al siguiente nivel: al del agente de adoctrinamiento, al del soplón que señala la disidencia, al de sargento que enseña voz en grito los himnos patrióticos, al del cura castrense que bendice a las tropas que van a la guerra y al de, en fin, el soldado raso que va sonriente a morir y a matar al matadero.

Por ello, compañeros, neguémonos a ser agentes del orden asesino y la autoridad antiobrera, neguémonos a matar nuestro instinto de obreros y asumamos nuestra condición de trabajadores asalariados y con ella nuestras reivindicaciones de clase:

  • Aumento de 300 euros lineales mensuales para todos los trabajadores
  • Jubilación voluntaria a los 55 años con el 100% de la base reguladora.
  • Interinos y eventuales a fijos sin someterse a la tortura del proceso de oposiciones
  • Máximo de 15 alumnos por aula.
  • No más de 20 periodos semanales de permanencia en el centro.
  • Supresión de los conciertos educativos y de cualquier elemento de gestión privada. Todo el dinero de los presupuestos del Estado burgués para la enseñanza estatal.


ORGANÍZATE EN EL SINDICATO DE CLASE
SIN SUBVENCIONES DEL PATRÓN NI EL ESTADO

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